Era un secreto a voces. Para algunos estaba quemada y para otros importaba demasiado su falta de peso en el partido y el hecho de que no fuera militante, lo que le permitía una independencia que algunos errónea e interesadamente siempre han interpretado como un distanciamiento.
Ya es un hecho. La vicepresidenta, una mujer con formación y sentido de Estado, ya no comparece ante los medios de comunicación los viernes. Fernández de la Vega nunca ha necesitado un ministerio de Igualdad para defender el papel de la mujer en las sociedades modernas, ni se ha visto empujada a presentarse a unas primarias para ser premiada con la Cancillería y tampoco han tenido que nombrarla ministra del ramo sanitario para desalojarla del escalafón del partido. Ella ha sido durante estos seis años la representante gubernamental que siempre ha dado la cara en los momentos y situaciones más difíciles, la que nunca se ha escondido y la que siempre ha tenido presente que el gobierno está al servicio de los ciudadanos y no los ciudadanos al servicio del gobierno.
Actuó en femenino, sin imitar los roles masculinos y los hábitos y salidas de tono de los políticos mediocres. Combatió los tópicos sobre las mujeres, derrotándolos con hechos y con su labor diaria. Y se va dejando la sensación de que no sólo se pierde a una vicepresidenta, sino a una magnífica candidata para la presidencia.
En otros tiempos hubiera hecho irrefutable aquella máxima de que buena vasalla, si hubiera tenido buen señor. Hoy nos hace preguntarnos porqué el señor aún no puede ser señora.
En esto avanzamos, es cierto. Pero muy lentamente. En ocasiones, como si diéramos un paso adelante y dos o tres hacia atrás. Las encuestas lo corroboran: los chicos siguen sin educarse en igualdad. No son necesarios sesudos estudios, ni profundos análisis para comprenderlo; basta con poner la oreja y escuchar a tipos como el alcalde de Valladolid, cuando abren la boca para escupir la mierda que tienen en el cerebro. Avergüenzan a mujeres y hombres. La misma vergüenza que nos hacen sentir aquellos que se conforman con una miserable y cobarde disculpa para lavarse las manos y no cortar por lo sano.
Las palabras no suenan ni significan lo mismo si omitimos o cambiamos el acento. La sociedad, tampoco; y la supresión del acento femenino hace que las palabras llanas se transformen en agudas. Pasamos a primar lo gutural. Nos situamos al borde del estruendo.