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jueves, 30 de septiembre de 2010

La tartera

Me cuentan que la gente ha cambiado o está cambiando sus hábitos por la crisis económica. E imagino que este cambio de hábitos será cosa de unos pocos, de aquellos que padecen en carne propia las consecuencias de la crisis. Y no de aquellos que piensan que no les afecta, porque son como aquel al que daba igual la subida del precio de la gasolina, porque él siempre que iba a una gasolinera a repostar echaba 30 euros.
Los cambios están relacionados con el consumo y afectan a actos que formaban parte de la rutina diaria que ahora desaparecen o se modifican por las carencias económicas. Numerosos trabajadores que antes de iniciar su jornada laboral se tomaban un café en el bar o en la cafetería ahora lo han suprimido y se lo toman en casa o directamente no se lo toman con las excusas de templar nervios o de preservar el sueño. Aquellos que compraban el periódico ahora se conforman con el gratuito, echarle un ojo al de un compañero de trabajo o repasarlo en el bar a la hora del desayuno; esta última una costumbre muy jiennense que sólo se pierde si se deja de tomar el café en el bar; aunque también es cierto que muchos bares suscritos antes a dos o tres periódicos han limitado esa suscripción a un solo ejemplar.
Me comentan que las doñas antes iban una vez al mes a la peluquería a avivar el color de sus cabellos y ahora aguantan unos dos meses y medio, hasta que la raya se torna blanca y descubre evidencias que muchas veces el rostro no delata. O que son ellas las que tiran de tijeras para despoblar las cabezas de hijos y parejas, que sin complejos lucen a golpe de trasquilón y sin renunciar a un “new look” sus cortes asimétricos.
Los coches ya no visitan los talleres de reparación o de chapa y pintura salvo que sea imprescindible para que sigan circulando. Y eso hace que asistamos a un desfile de vehículos con los espejos retrovisores y los parachoques frontal y trasero sujetos con cintas adhesivas, la carrocería abollada o tuertos de faro junto a flamantes últimos modelos de alta gama.
Dicen que la falta de dinero ha suplido también a la voluntad. Más bien a la falta de ella. Y empedernidos fumadores son ahora un ejemplo de vida sana. Modelos de una existencia libre de humos, que causa el regocijo del Ministerio de Sanidad y el pesar de la Agencia Tributaria. Lo que no consiguieron la Ley Antitabaco o las malsanas campañas de mensajes e imágenes prescindibles en las cajetillas de cigarrillos, lo ha logrado en apenas unos meses el crash financiero.
Y regresa la tartera. Bares y restaurantes ven como a la hora del almuerzo las mesas antes llenas ahora apenas dan salida a unos pocos menús. La vieja tartera de acero inoxidable, revitalizada por un nuevo diseño, más sofisticada y “made in China”, vuelve a ocupar su estatus de “mejor compañera” del trabajador. Los “tupper” arrumbados en un armario de la cocina vuelven a la encimera en un “revival” inesperado, al que amenaza con sumarse alguna otra vieja gloria como los termos; hace unas décadas indispensables y hasta la crisis un bulto incómodo e inservible cuyo lugar era el estante de un rincón de la cocina o el contenedor de la basura.
Con tanto cambio de hábito, ya hasta nos molestan los inmigrantes. Esos a los que gustosos abrimos las puertas y les dejamos las llaves para que hicieran los trabajos que nosotros despreciábamos, aquellos “curros” que ya no queríamos hacer y que ahora miramos como el gato a la pastora con “ojos golositos” y cuyos rendimientos servían para garantizar la viabilidad de nuestro estado de bienestar. Eso sí, esperando el resurgir económico que de nuevo deje constancia de nuestro rechazo a ese laboro y que de nuevo nos hará abrir las puertas para el retorno de aquellos que hoy estigmatizamos como responsables de nuestra situación de desheredad. Y por supuesto, nos permitirá volver al almuerzo de mesa y mantel y renunciar a la tartera.