viernes, 15 de agosto de 2014

Los malos poetas

Dicen que los malos poetas son incapaces de lograr una rima. Y puede que sus versos estén escritos con lágrimas, que hacen brotar palabras invisibles pero indelebles.  Ahogados por el pasado y el presente son incapaces de hallar la pausa que les permita afrontar el futuro.
Atrapados en esas líneas del tiempo giran su cabeza y vuelven la mirada atrás con un gesto infantil que no puede borrar el mañana. Ni siquiera desdibujarlo. A pesar de ello anhelan encontrar la senda por la que avanzaron tantos otros en distintos destinos y latitudes para alcanzar el poema.
La bajada a los infiernos. El paraíso perdido. Cualquier ruta es válida. Se acepta cualquier camino como un laberinto de sueños si al final esconde la llave que gira en la cerradura. Y se obvia que tras la puerta pueden esperar cielos y abismos e incluso la nada.
Casi febriles agitan la pluma esperando que broten las palabras; y éstas, agazapadas, se emboscan en algún recodo inexpugnable para no acabar encorsetadas en una estrofa. A medio camino de ese triángulo formado por la cabeza, el estómago y el corazón.
Falta el oxígeno. Hierve la sangre. Y una expresión de súplica se apodera del rostro, reclamando la presencia de la inspiración. Aquella misma que algunos grandes afirmaban que si se presenta debe encontrarte laborando.
Ante la ausencia de la musa, la súplica se convierte en mueca. Para algunos de dolor y para otros, los supervivientes, en una mezcla de ironía y hastío. Y sin embargo, unos y otros continúan aferrándose a la pluma, buscando en su interior o mirando a través del cristal para hallar las palabras precisas y enhebrarlas; sin comprender que para ello es necesario extraer primero la aguja, clavada donde más dolió y conservando su condición punzante. Como una fina pluma.
Es tarde cuando descubren que tras la puerta esperaba el abismo. Aquel del que solo los acróbatas son capaces de escapar, aunque sea encajando el pie en un verso.

jueves, 14 de agosto de 2014

La piel de la ciudad


Podrá discutirse si es arte o no. Yo no tengo duda. Lo mismo que sé que la belleza es opinable, pero no discutible. Igual que el talento. Porque se necesita talento para agarrar un pincel o un bote de spray y extraer vida de una paleta de colores y trasladar esa vida a un lienzo o a una pared que se exhibían mortecinos.
Hay en todo artista algo de gran hacedor y de alquimista.  Y también de visionario y de captor de sueños. Y puede que de extravagancia.  
En su obra hay a la vista o bajo la superficie parte de eso y de una forma de mirar, del propio yo y del bagaje vital; por tanto, hay pinceladas que asemejan lágrimas y otras que son sonrisas finitas, incluso medias sonrisas. Y hay trazos de sangre. Y cicatrices. Y frustración y esperanza.
Esa pintura llena de vida es como una piel para la pared, que se suma a las variadas dermis de una ciudad e invita a la caricia, visual y táctil. Y permite abrir los ojos y extender los dedos y prolongar esa caricia más allá de la propia pintura hasta lograr estremecer.
Algún día llegarán las espátulas y los botes de pintura con ademanes de verdugo y en un despacho se reclinará el enterrador, ebrio de poder y víctima de su ceguera y de la de ojos cercanos.
Y aun así, aunque las campanas toquen a duelo y la pared sea desprovista hasta de su desnudez siempre será tarde. Porque la ciudad guarda las caricias, como toda piel guarda esa primera caricia, en surcos que no pueden volver a recorrer ojos y dedos porque ya pertenecen a los territorios de la memoria.
 
Foto.- Fresco en el Realejo, en Granada.

lunes, 11 de agosto de 2014

Cargols a la llauna

Intento contabilizar mentalmente las ocasiones en las que he visitado El Glop. Recuerdo con nitidez que la primera vez que lo pisé, hace ya unos cuantos años de esos que pasan como sin darnos cuenta, me gustó su imagen de taberna. Nunca lo he preguntado, pero siempre he tenido la duda de si nació como taberna y mutó a restaurante o simplemente es una cuestión estética. Era el del barrio de Gracia.
Fue la primera vez que probé los cargols a la llauna. Luego he vuelto dos veces más. La última el pasado viernes. A las que se suman otra ocasión en la que éste estaba completo y nos enviaron a otro local que habían abierto en Gracia, El Nou Glop, y al menos otras tres en las que le tocó el turno al que está en una perpendicular al Paseo de Gracia, cerca de la Plaza de Cataluña, donde durante el último almuerzo coincidimos con el actor Lluís Homar y sus hijos.
Desde aquella primera vez en que los probé, los cargols a la llauna se han convertido en una tradición cada vez que pisamos El Glop. Plato de sabor y aderezado, acompañado de un all i oli y una romescu caseros, de esos que te obligan literalmente a chuparte los dedos y a alargar el sorbo de vino. Petición ineludible en el antiguo, el de la calle San Luis en Gracia, que me evoca los apetitos de Vázquez Montalbán, reflejados con su habitual maestría en las historias de Carvalho.
Me gustan estos sitios que envejecen con dignidad, lugares que guardan entre sus paredes parte de la historia de una ciudad, instantáneas de vidas anónimas y en algunos casos no tan anónimas que alimentan el relato; establecimientos que forman parte del paisaje del barrio y que con ese transcurrir de los años han contribuido a dibujar los rasgos de identidad que unen el pasado con el presente y el futuro, como un legado intangible para las distintas generaciones de una familia, de los vecinos del barrio o de gentes llegadas de cualquier punto que pasan por sus mesas.
Hay algo en ese barrio de Gracia que me transporta a aquel otro de Malasaña en Madrid, que pese a los cambios, y han sido muchos y no todos buenos, ha sabido conservar dignos envejecimientos.
Me gustan sus calles, la amabilidad de sus vecinos, el ambiente y la variedad de locales, unos con solera y otros, modernos, que contribuyen a integrar ese puzle intergeneracional y mantener la savia de la vida por sus arterias principales y secundarias y por sus plazas.
Y como remate para un animal de costumbres, una copa en el Café Salambó. Otro local imprescindible y evocador, cuyas paredes y sobre todo, su planta superior guardan confidencias envueltas en humo y regadas con alcohol de noches que se funden con el amanecer y que nutren el sueño de Gracia.